domingo, 10 de enero de 2010

El ascensor, los espejos y yo...

-->Al nacer los médicos le dijeron a mi mamá que el bebe, o sea yo, estaba atravesado en el útero y que debían hacer cesaría. Al prologarse tanto el parto defeque dentro del vientre de mi madre, de inmediato su vida y la mía se encontraban en peligro. Duré tres meses interno pues al poco tiempo de nacer me aplicaron un medicamento al que era alérgico. Nadie imaginó que ese medicamento se convertiría en la causa mayor de mi “anormalidad”, como una reacción al medicamento se me cerró la fontanela y mi cabeza, que ya de por si era grande, se hizo más grande. Cuando tenía tres o cuatro años mí cabeza tenía la misma dimensión que hoy en día. Era algo extraño no culpo a los niños que se burlaban de mí en la escuela gritándome “cabeza de huevo”, “Sr. Cabeza”, “Macaco” e infinidad de apodos que el tiempo, no sé por que, ha ayudado a borrar de mi memoria. Era el cuerpo diminuto de un niño con la cabeza del tamaño de una pelota de playa o de un rombo de eso que usan en China para las lámparas. Debo confesar que nunca fui conciente del real tamaño de mi cabeza y la desproporción de esta con mi cuerpo, mi madre siempre procuró que esto pasara desapercibido para mí, como muchas otras cosas en mi vida. Mis gorras eran mandadas hacer a la medida, cosa que descubrí de grande, también usé unas almohadas en forma de aros que resultaban comodísimas. Como no tengo más hermanos nunca me di cuenta, que a diferencia de la mayoría de niños de mi edad, los cuellos de mis camisetas eran forzados ferozmente por mi madre para entrar por mi cabeza.

Por estos días me he mudado a Santo Domingo para terminar con mi carrera universitaria, estoy viviendo donde mi tía Carola. En este lugar, o más bien en el ascensor del edificio donde ahora vivo, fue que definitivamente comprendí las dimensiones físicas de mi cabeza. Y es que este aparato desgraciado, que me evita la tediosa actividad de subir y bajar escaleras, me cobra el favor sometiéndome al indescriptible ejercicio de tener que ver cada ángulo de mi cuerpo. Esto mientras pienso en que eso que mis ojos ven en minutos será observado por todo el que quiera, quienes lo juzgaran en menor o mayor manera como lo hago yo en ese momento frente a los espejos del ascensor. Son tantos espejos que tiene el aparato que no existe rincón de mí que no pueda ver. La enorme cabeza, mis pechos caídos y barriga voluptuosa de joven poco ejercitado que se proyectan inclusive por encima de la ropa. Una papada que me niega la tranquilidad que me daría su ausencia. Mi estatura que todavía a los 22 no me convence del todo y un sinnúmero de detalles que me apenan comentar aquí. Si porque existen cosas que me apenan. Pero cuando termina el corto viaje, que según yo es eterno, entre subir y bajar estoy conforme. Porque por más esfuerzo que hagan los espejos endemoniados y todos, conocido y extraños, que me verán pasar nunca podrán descubrir algo que solo yo conozco. El interior de esa gran cabeza y el personaje detrás de ese cuerpo flácido y poco trabajado. Ese secreto que solo comparto con la soledad, mi amiga de siempre. La soledad ese lugar donde todos realmente somos lo que somos. Donde se cuelgan disfraces y salen a la luz esos seres toscos, morbosos, desinhibidos pero felices que todos llevamos dentro. Sin espejos que mirar y sin lugar para que te juzgue nadie.